Luego de años de espera la banda japonesa liderada por Makoto Kawabata se presentó en Buenos Aires ante un público extasiado que disfrutó de una experiencia única, difícil de clasificar y seguramente irrepetible
Fotografía: Pablo Astudillo
Copiar, copiar y copiar. El consejo que les daba Salvador Dalí a quienes querían iniciarse en el mundo de la pintura era claro: imitar a sus ídolos y así, a sabiendas que jamás iban a poder reproducirlos con exactitud, lograr un estilo propio y único: algo así como un remix del Pierre Menard borgeano. Esa tradición tiene un fuerte arraigo en la cultura rock japonesa, iniciada en la post Segunda Guerra Mundial, y la copia musical es llevada al extremo para desdibujar por completo a los originales. Así, Les Rallizes Denudes tomaron como modelo a Blue Cheer y a los Velvet Underground de White Light White Heat y High Rise al free rock más metálico de MC5 y de los Stooges de Funhouse, por poner dos ejemplos.
Los Acid Mothers Temple, que es el caso que nos ocupa, fueron aún más allá en función a sus paradigmas: al costado espacial de Jimi Hendrix y Gong le sumaron la influencia alemana de Guru Guru y Karlheinz Stockhausen, y le sumaron algo propio como es el humor en función a la mezcla de citas de la historia del rock en los títulos y en la gráfica de sus discos (Son of a Bitches Brew y Absolutely Freak Out son dos buenos modelos al respecto). Y si a eso le sumamos una leyenda que decía que sus shows eran demoledores, la cita en Niceto el pasado sábado 25 de noviembre era poco más que obligatoria para amantes de las emociones extremas y curiosos dispuestos a descubrir algo nuevo o, porque no, a que esa experiencia les pueda provocar una desilusión inolvidable.
Tras el recital, podemos decir con seguridad que casi no hubo defraudados y sí demasiados nuevos conversos y otros que ratificaron su fe. Lo de AMT es difícil de explicar si no se aprecia en directo. Pueden sonar como la banda de heavy metal más extrema o embarcarse en repeticiones dignas del mejor minimalismo que culminan en explosiones sonoras que vaya uno a saber de dónde vienen. Makoto Kawabata, guitarrista y líder de esta kermese nipona, guía a sus compañeros hacia lugares inesperados con una coherencia zen absoluta y una visión cósmica post nuclear. De este modo, el gran Hiroshi Higashi dispara climas desde sus teclados dignos de Tim Blake, la base rítmica de Nani Satoshima y Wolf sostiene todo el andamiaje con potencia y precisión, y el guitarrista Mitsuru Tabata aporta su cuota de teatro oriental. Esa potencia escénica se completa con un look imbatible (los rulos de Kawabata, el pelo lacio de Higashi al mejor estilo Gandalf, la pose de chica yeyé de Tabata), y una puesta austera, que hace foco de forma exclusiva en la música.
Y la música, como dijo Frank Zappa, es lo mejor. AMT puede citar a Black Sabbath (la armónica inicial de “The Wizard”) y a Gong (“Flying Teapot”) a partir de ahí embarcarse hacia una psicodelia que bien puede servir como banda de sonido el día que Japón se asocie a la NASA para desarrollar una nave tripulada hacia Saturno (“Pink Lady Lemonade”). Pueden pasar de un humor de manga a una seriedad inmóvil producida por el ruido blanco que generan. Y, lo más importante, pueden generar en el espectador asombro, ganas de bailar, cruces de miradas y contagiar un sentimiento de libertad que se creía perdido en el panorama rockero del Siglo XXI.
Tal como ocurrió con Swans, tras la performance no hubo bises: no eran necesarios. Y el puesto de venta de discos se pobló de gente que se quiso llevar su souvenir físico. Tabata, Higashi y Wolf, los mismos que acababan de tocar, se pusieron tras el mostrador para vender sus CDs, remeras y vinilos, y regalarnos la última lección de humildad oriental. Los samuráis son así.
COBERTURA DE PRENSA