A seis meses de su última presentación en Buenos Aires, Lee Ranaldo volvió para mostrar en dos shows íntimos los temas de su flamante álbum Electric Trim junto a un muestrario de sus técnicas de experimentación y amplificación, sin más arsenal que su guitarra eléctrica y un puñado de accesorios.
Fotografía: Laura Tenenbaum y Pablo Astudillo
El ex Sonic Youth desorientó al público de la primera noche, que se presentaba como un show acústico, al subir al escenario de BeBop Club con una guitarra eléctrica que puso a todo volumen, para llevar a los presentes por un paseo en tren del track apertura del álbum, “Moroccan Hills”. Con mínimos recursos, Ranaldo es capaz de transformar cada pequeña performance en una experiencia multimedia. Cuando agotó los recursos de su pedalera, pasó a frotar las cuerdas con un arco de violín y luego se interrumpió en mitad de su narrativa para alejarse del micrófono y gritar, como un maquinista: Last stop! Esa pequeña señal dotó de sentido a “Moroccan Hills”, cargada de una urgencia que recordó a sus tempranos y febriles dúos con el baterista William Hooker.
Tal como estaba anunciado, Lee Ranaldo continuó el show con su acústica electrificada e hizo un repaso por las canciones de Electric Trim; sus versiones tuvieron algo de la morosidad del REM post-grunge de Monster, y Ranaldo intercaló una preciosa interpretación de “Ocean”, de The Velvet Underground.
Al día siguiente, viernes, el escenario de BeBop Club había cambiado por completo. Sobre una pantalla se proyectaban filmaciones de la esposa del músico, la artista visual Leah Singer, y Ranaldo arrancó su pautado show eléctrico tocando la guitarra sobre el fondo de un bosque bifurcado por técnicas estroboscópicas. Cuando el volumen estaba a punto, colgó la guitarra por el clavijero de una soga terminada en nudo de horca que colgaba en el escenario, y empezó a hacerla girar como en un columpio. Más allá del atractivo performático (los que estaban cerca del escenario debieron correrse para cuidar sus cabezas), Ranaldo empleó esta técnica para jugar con rangos de amplificación. Y no se quedó ahí. La descolgó y la arrastró por el escenario como si fuera un detector de metales, la frotó y la estaqueó con el arco de violín, rasgueó sus cuerdas con unas campanas con forma de llamador de ángeles. Si la primera noche presentó un costado cancionero, la segunda fue una aproximación a sus décadas de experimentación en el Downtown neoyorquino, y también fue su implícito homenaje al reciente fallecimiento de Glenn Branca, uno de sus mentores. En dos noches inolvidables, el público de BeBop tuvo acceso a la estética irrepetible de un artista que no hace más que evolucionar con la edad.